lunes, 6 de agosto de 2007

SANGRE en ARENA




No había vuelto a aquel lugar desde la infancia, un pueblecito de costa precioso, casi no lo reconoció de como había cambiado. Parecía, después de tanto tiempo, un litoral actual cualquiera con todo lo que ello significa: sociedad consumista, nuevos ricos, chalés adosado en primera línea...

Volvió por la huida, siempre la huida. Como ventaja, a su favor, contaba con que estaba en la tersa estación invernal; el día era triste y las nubes o mejor nubarrones eran de un gris como de plomo fundido, por lo que la encantadora y discreta burguesía solidaria no saldría, dejando sus cómodas mansiones marmóreas y apartamentos alicatados de gres, para pasear por el pequeño casco antiguo de calles empinadas, empedradas de corte moruno.

El viaje hasta el lugar se convirtió en pura angustia, aún de no tener ningún contratiempo; no fue largo, pero lo pareció por la ansiedad que sentía y la prisa por llegar cuanto antes.

Lo primero que hizo al bajar del Cheroke fue desubicarse para sentir cierta mejoría, estaba hastiado, pero aquello no era nuevo y, debería mejorar su humor antes hablar con la chavala que iba a ser su casera. Decidió dar un pequeño paseo por el casco viejo, estaba casi como lo recordaba, lo afeaban algunos luminosos publicitarios de última generación pero sin perder el sabor de pueblecito de pecadores; recorrió los rincones más recónditos y algunas de las calles más estrechas admirablemente adornadas con macetas y pequeños jardines.

Se decidió bajando de nuevo al paseo marítimo a la dirección que había tomado por teléfono. Después de acordar el precio y los meses de alquiler, dejó su escueto equipaje en el apartamento que, como no, se encontraba en primera línea de playa y salió de nuevo.

Caminaba sin rumbo, sin apenas darse cuenta había llegado a la zona de los acantilados, al espolón más sobresliente; la estampa era preciosa pero seguía sin encontrarse a gusto, su ánimo no estaba como para zarandajas de bellezas naturales y paraísos burgueses salpicados de suntuosas villas a uno al otro lado del acantilado. Aunque estaba el mar, la mar; hizo todo el trayecto para reencontrarse con ella después de tanto tiempo.

No dudo un momento más, giró sobre su centro y se encamino, de nuevo, al apartamento, cogió la mochila metiendo en su interior un libro: “Opus Pistorum” y su bolsa de aseo. Enajenado, bajó las escaleras rápidamente de dos en dos, de tres en tres, como si fuese un madero persiguiendo a un yonky después de dar un tirón. Al salir a la calle sintió frío, el frío que llevaba grabado en su centro desde que era un mico, cortaba como si una guillotina revolucionaria le mirara cara a cara invitándole a su fin fatal, al fin que tanto ansiaba.

Se dejó de paranoias y se puso al tajo, estaba seguro que en este intento no fallaría. Caminando por el rambla junto a la orilla la perspectiva le pareció “preciosa”, muy arregladito todo, nada salvaje como lo recordaba; salpicado, aquí y allá de enormes palmeras de vivero recién plantadas a lo largo y ancho de toda la bahía; parecían funcionarios de delegación oteando el horizonte, inmóviles... Para completar el paraíso parcelado el “decorador” hizo colocar tablones de robusta madera con soportes metálicos, a modo de asientos o bancos, que tenían cierto aspecto arquitectónico-escultural bastante decadente, por no hablar de su más que dudosa comodidad.

-...esto es pa´quel personal se siente, han venío de Barcelona a colocar nuestros bancos, avis visto que bonicos son...-,

habría dicho el alcalde en la inauguración...

Siguió caminado, estaba desierto, no había un alma, bares y comercios permanecían cerrados, como si una explosión térmica hubiese acabado con todo atisbo de vida animal, ni tan siquiera se oían las gaviotas que tanto recordaba. Tan sólo se mantenía abierta una lúgubre cafetería, donde el dueño, un giri con pinta de alemán bostezaba de aburrimiento en una de las mesas de la terraza desparramado, como puta 30 euros a punto de ser follada.

Se alejó bastante de la zona poblada, tenía bien pensado el ritual, caminó deprisa alejándose lo más posible, como si le persiguiese su alma para pedirle cuentas. Cuando se sintió seguro se sentó en la arena, justo al borde de la orilla, recibiendo el sonido y la fresca frisa marina que le transportaba a sus felices años de niñez, dejándose arrullar como si de una walkiria se tratase y, ya sin ninguna prisa, intento relajarse contemplando el mar, la mar.

En uno lapso incomprensible sacó el libro de la mochila y comenzó a leer desde el punto donde lo había dejado; que bueno era, que bien escribía aquel cabrón, que descripciones, como excitaba aquella literatura. Dejó el libro sobre la arena y no caviló más, cogió la mochila, extrajo el neceser y allí estaba... su puerta, la salida, el pasaporte hacia la libertad, al vacío.

Intentando quitar el papel que lo envolvía se cagaba en los muertos..., era un puto coñazo cómo y de qué manera era todo precintado y envuelto últimamente; de todas formas, nada lo detendría, se peleó con el envoltorio hasta que consiguió tenerla en las manos tal cual había salido de prensa. La colocó en la palma de su mano y admiró su brillo al hacer girar ésta de lado a lado. Parecía atractiva, de formas angulosas, curvas femeninas en su interior, no sugería fabricación industrial, más fue parida por el ansía de un consumado artesano.

Sin vacilar, inició el ritual remangando los puños de la camisa de ambos brazos, si lo montaba bien podría imitar a los maestros de Grecia y Roma expertos en hacer de cualquier nadería un arte. Al volver las muñecas hacía sus ojos, comprobó sus prominentes venas y pensó que en la Edad Media podría haber pasado por un noble de sangre azul, gilipolleces...

Ésta vez no podría fallar, siempre había metido la gamba en todo, se equivocaba un millón de veces sin poder aprender o sacar nada en claro de cualquier asunto, de cualquier situación. ¡Amigo!, pero esta vez no, atrapó la cuchilla de afeitar y acarició suavemente el interior de su muñeca derecha sin que produjese ningún resultado. Cambió la posición llevando el cortante al interior de su mano izquierda y la acarició con más contundencia, penetrándo profundamente, apareciendo primero unas gotitas, después una especie de chorrito cada vez más abundante, que comenzó a caer en la arena como si hubiesen decapitado un pollo de sinsinati. Se asustó, pero no se echaría atrás, limpió la cuchilla con el pantalón vaquero y, ahora, sin miedo, sin titubear cedió un tremendo tajo en su muñeca derecha; casi se marea, la roja salió disparada a presión como cohetes de fin de feria de Dos Hermanas, como champaña recién descorchado en una fiesta de navidad familiar de Chicago, chorreando por la muñeca y empapándole la cara, el pecho y la entrepierna. Se acojonó de sobrado, temblando palideció al blanco como papel de seda, pero al fin lo había hecho, por una vez le había echado tripas a la vida.

Casi sin darse cuenta entraba en una nueva dimensión, apoyó los brazos en la arena dejando caer espalda y cabeza un poco hacia atrás, cerró los ojos y puso a cara al astro rey, al abrirlos miró el horizonte, miró el mar, la mar...

Más tranquilo, pensó que se moría sin que se enterase nadie, de todas formas, toda su vida fue igual, nadie se enteraba de nada porque él había negado todo a todos.

De pronto, a lo lejos cubicó a un perro callejero que se acercaba en dirección a la que él estaba, venía sin ganas o por lo menos eso le pareció, porque su noción del tiempo y del espacio no tenía ya nada que ver con la del resto de los mortales, veía al perro acercarse y al momento parecía desaparecer, así alternativamente y; en un descuido tenía el hocico del can frente a su cara que movía el rabo como si hubiese visto un conejo. Casi estaba desmayado, intentó incorporarse a duras penas y, ofreciendo sus sangrantes muñecas al chucho éste reculo unos pasos; realmente lo observaba como banquero sentado a la mesa delante de una tremenda mariscada. El animal era pura indecisión, se relamía de hambre pero no se atrevía a ponerse las botas, movía su rabo como queriendo darse el festín, pero no se atrevía. Cuando ya no pudo aguantar más incorporado, se dejó caer en la arena a todo lo largo que era.

Cautelosamente el perro se acercó a su cara lamiendo sus mejillas y nariz, bajando poco a poco a lo que interesaba, libando su muñeca derecha, después la izquierda, así alternativamente, primero despacio y después con un frenesí de locura. Sin apenas ya conciencia de lo que ocurría a su alrededor, sintió como el chucho clavaba sus dientes en las muñecas, enfebrecido levantó la cabeza y comenzó a aullar como solitario lobo en noche clara de luna llena. Siguió mordiendo y lamiendo sus muñecas a la velocidad que las moscas suben y bajan de una mierda.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprende, el alboroto era infernal, se oían ladridos y aullidos en todo el pueblo, como si al director de la orquesta de la banda municipal le hubiesen dado vacaciones; llegaron corriendo y ladrando de dos en dos, de tres en tres, en una autentica jauría canina. Las luces de las casas del pueblo se encendían por doquier, como en las iglesias cuando las beatas entran en tropel empujándose por encender los farolillos de cera al santo del día.

Muy dolorido intentó incorporarse sin apenas conseguir despegar el cuerpo de la arena, la manada exaltada y delirante por el olor de la sangre, despedazaban sin compasión el cuerpo tendido, a los pocos minutos y todavía vivo parecía un despojo fantasmagórico de tiras humanas; el último pensamiento que fabricó se parecía mucho a su propia vida, vivió y murió rodeado, devorado por los perros...

Y ni el mar, lamarsalada se iba a enterar.


por © Lotario 2006
Imagen: Pedro A. Martín


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